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Mi vida (My Life)  
Author: Bill Clinton
ISBN: 1400044065
Format: Handover
Publish Date: June, 2005
 
     
     
   Book Review

Review
"By a generous measure, the richest American presidential autobiography–no other book tells us as vividly or fully what it is like to be president of the United StatesÉ. And he can write.” --Larry McMurtry, The New York Times Book Review

My Life is, without question, the best written U.S. presidential tome of all time.”  --Douglas Brinkley, Financial Times

“A hell of a good story.” --Frank McCourt, Entertainment Weekly

“It’s an almost voluptuous pleasure to read Clinton when he’s recounting and analyzing a political race or a legislative battle, whether it’s one of his own or somebody else’s.” —The New Yorker

“Consistently fascinating.” --The Seattle Times

“Clinton talks with disarming frankness [and] writes with grace and fluidity. . . . He is also a born storyteller.” --The New Republic

“Might just be the perfect representation of the man himself.” --The Plain Dealer

“Clinton has many tales to tell, particularly a rich, sometimes moving account of his years before the public life, fit for future analytical historians and biographers. . . . The personal and the political are intertwined. . . . Clinton’s story very much reflects the man we know.” --The Nation

“He manages to create the distinct impression that he is sitting in the living room talking to the reader. . . . Anyone who is geninely interested in American politics will find his insights and anecdotes fascinating. . . . The book helps to elucidate the question of ‘how he did it.’ ” --Deseret Morning News

“It’s a saga worthy of Cecil B. DeMille, a rags-to-riches tale full of the stuff of human frailty, with a cast of hundreds, complete with low-life villians and high-minded heroes and, as such stories require, an upbeat ending. . . . The 1990s come to life once again as a time of uncommon tumult and riveting personalities. . . . The personalities on parade are as vivid as the events.” --Newark Star-Ledger

“ Tremendously interesting and entertaining. . . . Clinton’s is a truly American story to which the average person can relate. . . . Future politicians will find it a must-read, and average Americans will identify with the highs and lows we all experience as we make our way through life.” --Chattanooga Times Free Press

“Takes readers through a strong account of the achievements and failures of his administrattion. . . . No other presidential memoir is likely to be so lively. . . . Bill Clinton is hard to dismiss, and so is an account of his extraordinary life.” -- The Tennessean

“A reading of MyLife is a necessity for lovers of good autobiograpy. It reads like a down-home history of a life and, thus, anchors Clinton as a superb storyteller. . . . Candid. . . . Honest. . . . Stimulating.” --Huntsville Times

Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.
DOS

Nací el día del cumpleaños de mi abuelo, un par de semanas antes de lo previsto, y pesé la respetable cifra de dos kilos y medio repartidos a lo largo de cincuenta y tres centímetros de estatura. Madre y yo volvimos a casa de sus padres en la calle Hervey, en Hope, donde yo pasaría los primeros cuatro años de mi vida. Esa vieja casa me parecía entonces enorme y misteriosa, y todavía hoy guardo de ella profundos recuerdos. Años después, los ciudadanos de Hope recaudaron los fondos necesarios para restaurarla, y llenarla de antiguos retratos, recuerdos diversos y muebles de época. La llaman Clinton Birthplace. Ciertamente es el lugar que yo asocio con el despertar a la vida; el olor de los platos tradicionales, las batidoras de mantequilla, los helados caseros, el lavadero y la ropa limpia tendida. También recuerdo los relatos de Dick and Jane, mis primeros juguetes, incluido un trozo de cadena, que para mí era el más preciado; las voces extrañas que se oían esporádicamente por nuestro teléfono de «línea colectiva»; mis primeros amigos y la educación que mis abuelos me dieron.

Después de poco más de un año, mi madre decidió que necesitaba volver a Nueva Orleans, al Charity Hospital, donde había realizado parte de sus estudios de enfermera, para convertirse en anestesista. Hasta entonces, los médicos eran quienes administraban la anestesia, de modo que existía mucha demanda de personal para esta profesión relativamente nueva, que le proporcionaría más prestigio a ella y más dinero a la familia. Sin embargo, tuvo que resultar duro para ella dejarme atrás. Por otra parte, Nueva Orleans era un lugar apasionante tras la guerra, llena de gente joven, de música Dixieland y de garitos a la última como el club My-Oh-My, donde había travestis que bailaban y cantaban como seductoras mujeres. Supongo que no era un mal lugar para que una bella y joven viuda dejara atrás la pena de su pérdida.

Mi abuela me llevó en tren a Nueva Orleans dos veces para visitar a Madre. Tenía solo tres años, pero recuerdo dos cosas claramente. La primera: nos alojamos al otro lado de Canal Street, frente al Barrio Francés, en el hotel Jung, en uno de los pisos más altos. Era el primer edificio de más de dos plantas que yo veía, y aquella era la primera vez que estaba en una ciudad de verdad. Aún recuerdo mi asombro al contemplar las luces de la ciudad por la noche. La segunda: no recuerdo qué hicimos Madre y yo en Nueva Orleans, pero jamás olvidaré lo que sucedió una de las veces en que me subí al tren, para irme. Cuando empezamos a alejarnos de la estación, Madre se arrodilló junto a las vías y lloró mientras nos decía adiós con la mano. Aún puedo verla allí como si fuera ayer, llorando de rodillas.

Desde aquel primer viaje -de eso hace ya más de cincuenta años- Nueva Orleans ha sido un lugar que me ha fascinado de forma especial. Me encanta su música, su comida, sus gentes y su espíritu. Cuando tenía quince años, fui con mi familia de vacaciones a Nueva Orleans y a la costa del Golfo, y yo pude ver actuar a Al Hirt, el gran trompetista, en su propio club. En un primer momento no me querían dejar entrar porque era menor de edad. Cuando Madre y yo ya nos íbamos, el portero nos dijo que Hirt estaba sentado en su coche, leyendo, a la vuelta de la esquina y que solo él podía lograr que me dejaran pasar. Le encontré -en un Bentley, nada menos-, di unos golpecitos en la ventanilla y le expliqué mi problema. Salió, nos acompañó a Madre y a mí al interior del club e hizo que nos dieran una mesa cerca del escenario. Él y su banda estuvieron magníficos. Fue la primera vez que escuché jazz en vivo. Al Hirt falleció mientras yo era presidente. Escribí a su esposa, le conté esta historia y le expresé mi gratitud por la gentileza que ese día un gran hombre tuvo hacia un niño.

En el instituto toqué un solo de saxo tenor en una obra acerca de Nueva Orleans llamada «Crescent City Suite». Siempre he pensado que si toqué bien fue porque mientras tocaba me acompañaban los recuerdos de mi primera visita a la ciudad. A los veintiún años, gané una beca Rhodes en Nueva Orleans, y creo que el éxito de la entrevista se debió en parte a que me sentía muy cómodo allí. Más tarde, cuando me convertí en un joven profesor de Derecho, Hillary y yo realizamos un par de maravillosos viajes a Nueva Orleans con motivo de las convenciones, y nos alojamos en un delicioso hotelito del Barrio Francés, el Cornstalk. Cuando era gobernador de Arkansas jugamos allí la Sugar Bowl, y perdimos contra Alabama en una de las legendarias y últimas victorias de Bear Bryant. ¡Al menos era oriundo y de Arkansas! Cuando me presenté a presidente, los habitantes de Nueva Orleans me concedieron por dos veces una victoria arrolladora que nos valió para que los votos electorales de Louisiana cayeran de nuestro lado.

A estas alturas he visto la mayoría de las ciudades más grandes del mundo, pero Nueva Orleans siempre seguirá siendo especial: por el café y los buñuelos del Morning Call, en las orillas del Mississippi; por la música de Aaron y Charmaine Neville, los tipos del Preservation Hall y el recuerdo de Al Hirt; por las veces que he salido a hacer jogging en el Barrio Francés a primera hora de la mañana; por las deliciosas comidas en algunos fantásticos restaurantes con John Breaux, el sheriff Harry Lee y otros amigos y sobre todo, por esos tempranos recuerdos que tengo de mi madre. Son el imán que sigue atrayéndome y me arrastra Mississippi abajo, hacia Nueva Orleans.

Mientras Madre seguía allí, yo quedé bajo el cuidado de mis abuelos. Se preocupaban muchísimo por mí y me querían mucho; desafortunadamente, mucho más de lo que fueron capaces de amarse el uno al otro, o en el caso de mi abuela, de amar a mi madre. En aquella época, por supuesto, yo vivía feliz e ignoraba que hubiera problemas. Solo sabía que me querían. Más adelante, cuando me interesé por el tema de los niños que crecen en circunstancias difíciles y aprendí algunas nociones sobre el desarrollo infantil gracias al trabajo que Hillary realizaba en el Centro de Estudios Infantiles de Yale, fui comprendiendo gradualmente la suerte que había tenido. A pesar de todos sus enfrentamientos, mis abuelos y mi madre siempre me habían hecho sentir que yo era la persona que más les importaba en el mundo. Muchos niños pueden salir adelante solo con tener una persona que les haga sentirse así. Yo tuve tres.

Mi abuela, Edith Grisham Cassidy, medía poco más de metro y medio y pesaba 82 kilos. Mammaw era aguda, intensa y agresiva, y saltaba a la vista que había sido muy guapa. Tenía una risa sonora, pero también estaba llena de ira, de decepciones y obsesiones que ella misma apenas llegaba a comprender vagamente. Descargaba airadas diatribas contra mi abuelo y contra Madre, tanto antes como después de que yo naciera, aunque a mí me protegieron de la mayoría de ellas. Había sido una buena estudiante y era ambiciosa, de modo que después del instituto se inscribió en un curso de enfermería por correspondencia de la Escuela de Enfermería de Chicago. Cuando yo era un bebé que gateaba, ella era enfermera particular de un hombre que vivía bastante cerca de nuestra casa en la calle Hervey. Aún me acuerdo de cómo salía corriendo a recibirla a la acera cuando volvía del trabajo.

La principal preocupación de Mammaw era que yo comiera y aprendiera mucho, y que siempre fuera limpio y arreglado. Comíamos en la cocina, en una mesa al lado de la ventana. Mi trona miraba hacia la ventana, y Mammaw clavaba naipes en el marco de madera durante las comidas para que yo aprendiera a contar. También me atiborraba en cada comida, pues la sabiduría popular de la época decía que un niño gordo era un niño sano, siempre que se bañara cada día. Diariamente me leía en voz alta mis libros de Dick and Jane, hasta que pude leerlos yo solo, y también solía leerme fragmentos de algún volumen de la World Book Encyclopedia, que por aquel entonces se vendían puerta a puerta y a menudo eran los únicos libros que la gente trabajadora tenía en casa, aparte de la Biblia. Esta educación que recibí durante mis primeros años probablemente explica por qué todavía hoy soy un gran lector, adoro los juegos de cartas, sigo luchando para no engordar y nunca me olvido de lavarme las manos y cepillarme los dientes.

Adoraba a mi abuelo, la primera influencia masculina de mi vida, y me sentía orgulloso de haber nacido el día de su cumpleaños. James Eldridge Cassidy era un hombre de complexión delgada y de casi un metro ochenta de estatura, pero entonces era todavía un hombre fuerte y apuesto. Yo siempre pensé que se parecía al actor Randolph Scott.

Cuando mis abuelos se mudaron de Bodcaw, que no tenía más de cien habitantes, a la «gran ciudad» que era Hope, Papaw empezó a trabajar para una fábrica de hielo, repartiendo hielo en un vagón tirado por caballos. En aquella época las neveras no eran más que cajas que se enfriaban con grandes trozos de hielo cuyo tamaño variaba en función del aparato. Aunque solo pesaba 68 kilos, mi abuelo transportaba bloques de hielo que llegaban a pesar cuarenta y cinco kilos o más; utilizaba un par de ganchos para deslizárselos sobre la espalda, que protegía con una gran capa de cuero.

Mi abuelo era un hombre increíblemente amable y generoso. Durante la Depresión, cuando nadie tenía dinero, solía invitar a los niños a que llevaran el carromato de hielo con él solo para que no estuvieran tirados en la calle. Les pagaba unos veinticinco centavos al día. En 1976, cuando estaba en Hope como candidato al cargo de fiscal general, hablé con uno de aquellos chicos, el juez John Wilson. Había crecido y se había convertido en un prestigioso abogado, pero todavía recordaba con emoción aquellos días. Me contó que una vez, al final de la jornada, cuando mi abuelo le dio su cuarto de dólar, él le preguntó si podía darle dos monedas de diez centavos y un níquel, para hacerse la ilusión de que tenía más dinero. Los consiguió, y fue hacia su casa, agitando las monedas en su bolsillo, pero lo hizo tan fuerte que una de las monedas de diez cayó al suelo. La buscó durante horas, sin éxito. Me contó que aún entonces, cuarenta años más tarde, siempre que pasaba por aquel tramo de acera, miraba el suelo tratando de encontrar aquella moneda de diez centavos.

Resulta difícil transmitirles a los jóvenes de hoy el impacto que la Depresión tuvo en la generación de mis padres y de mis abuelos, pero yo crecí sintiéndolo. Una de las historias más memorables de mi infancia me la contó Madre; sucedió un Viernes Santo, durante la Depresión, cuando mi abuelo volvió a casa del trabajo y se derrumbó mientras le contaba a mi madre, entre lágrimas, que sencillamente no podía pagar el dólar, céntimo más o menos, que costaba un nuevo vestido de Pascua para ella. Ella jamás lo olvidó, y cada año, durante toda mi infancia, yo recibía un nuevo traje para Pascua, tanto si lo quería como si no. Me acuerdo especialmente de una Pascua, en los años cincuenta, cuando yo estaba gordo y era tímido. Fui a la iglesia con una camisa de color claro y manga corta, pantalones de lino blanco, unos zapatos de color negro y rosa y un cinturón de ante rosa a juego. Fue horrible, pero mi madre logró ser fiel al ritual de Pascua de su padre.

Mientras viví con él, mi abuelo tuvo dos trabajos que me gustaban mucho: llevaba una pequeña tienda de ultramarinos y ganaba un sobresueldo como vigilante nocturno de un aserradero. A mí me encantaba pasar la noche con Papaw en el aserradero. Nos llevábamos una bolsa de papel con bocadillos para cenar, y yo me quedaba durmiendo en el asiento trasero del coche. Las noches en que las estrellas brillaban con fuerza, me subía a las pilas de serrín y aspiraba el mágico olor de la madera recién cortada. A mi abuelo le gustaba también trabajar allí. Era una forma de estar fuera de casa y le recordaba el trabajo que había tenido de joven en un molino, más o menos en la época en que nació mi madre. Exceptuando las veces en que Papaw me pilló los dedos al cerrar la portezuela del coche en la oscuridad, aquellas noches fueron para mí aventuras inolvidables.

La tienda de ultramarinos era una aventura de un tipo distinto. En primer lugar, había una enorme lata de galletas Jackson sobre el mostrador, que yo asaltaba con fruición. En segundo lugar, adultos a los que yo no conocía venían a comprar productos, lo que me permitió entrar en contacto por primera vez con personas mayores que no eran familiares míos. Y en tercer lugar, gran parte de los clientes de mi abuelo eran negros. Aunque en el Sur, en aquellos tiempos, había segregación, era inevitable que en los pequeños pueblos hubiera cierto grado de interacción racial, como siempre había sucedido en el Sur rural. Sin embargo, sí era raro encontrar a un sureño de campo sin educación que no fuera en absoluto racista. Pero así era exactamente mi abuelo. Yo me daba cuenta de que la gente negra tenía un aspecto distinto, pero dado que él les trataba como a todo el mundo y les preguntaba cómo estaban sus hijos y cómo les iba en el trabajo, yo pensaba que eran iguales a mí. A veces, entraban niños negros en la tienda y yo jugaba con ellos.




Mi vida (My Life)

FROM OUR EDITORS

Mi vida, la esperada y comentada autobiografía del ex presidente Bill Clinton que tanta polvareda está levantando en este año de elecciones estará muy pronto disponible en español.

Con gran sinceridad, Bill Clinton ha escrito en esta obra un detallado relato de su vida, desde su niñez tumultuosa y difícil hasta sus años como presidente de los Estados Unidos.

Tal como ocurrió con la memoria de su esposa Hillary, Historia viva, que ha sido un bestseller por más de un año, la autobiografía de Bill Clinton alcanzó la cima de la lista de libros más vendidos desde el minuto uno de su lanzamiento. Todo indica que la tendencia se mantiene y reproduce en los muchos idiomas y países en los que el libro se está editando.

La fascinación con la figura carismática y polémica del ex presidente Bill Clinton -venerado por muchos, doméstica e internacionalmente, como uno de los mandatarios y políticos más brillantes de su generación y condenado por otros por sus problemas personales- persiste. Y Mi vida ofrece una mirada franca y hasta íntima de los aciertos y errores de Clinton tanto en lo público como en lo privado.

     



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